miércoles, 29 de marzo de 2017

RIMAS DE UN VIEJO MARINERO

RIMAS DE UN VIEJO MARINERO
                                                                 
Durante las frescas mañanas, resonantes de la brisa y el golpeteo del mar rompiendo en las rocas de la costa Veracruzana, se sentaba en la orilla un viejo de barba blanca ceniza. Un sombrero viejo de paja abordaba sus blanquecinos cabellos y sus piernas, una colgando hacia el mar y la otra reposando sobre la barda del muelle, cubiertas por unos bermudas grisáceos desgastados con hoyuelos y raspaduras espolvoreados por la arena de playa. 

Se encontraba tarareando una melodía melancólica de tiempos pasados, como recordando viejas historias de alta mar de hace mucho. Sus ojos verdosos clavaban la mirada a lo lejos, observando las gaviotas sobrevolando las aguas. Avistaba la pequeña isla de los sacrificios, nombrada así por su historia que contaba sobre una cultura antigua cuyos sacrificios se llevaban a cabo ahí. El faro blanco con rojo en mitad de la isla y algunas aves a los alrededores como pelícanos o halcones peregrinos que eran apreciados por el viejo desde la orilla.

Una mañana caminé por el malecón y más allá, por la playa y la costa, pues el viento y la brisa peinaban mis cabellos y, siendo temprano aún, compré un coco a unos vendedores que hallé en mis caminos. Escuchaba las aves graznando y en la cercanía una silueta montada en la orilla de la bardilla, donde abajo las olas rompían con las rocas mohosas, se distinguía sin dificultad.
Mientras me iba acercando se volvía cada vez más claro. Primero el sombrero de paja, luego las ropas que vestía, y por último los rasgos faciales. Era el viejo, al verme hizo un ademán de que me sentara a su lado.

Al sentarme le ofrecí del coco que llevaba, tomó un pedazo y lo llevó a su boca masticándolo con cierta cautela, como un niño cuando prueba por primera vez un caramelo o un chocolate de una exquisitez envolvente. O quizá solo como quien disfruta un platillo hasta las migas, devorando lento y apaciguando el sabor por completo, deleitándose hasta el final. 



-He de contarte hoy, de lo que me pediste que hablara antes.- Dijo el viejo.

-Por favor, si no causo molestia o le es incomodo.- Enfaticé mientras me acomodaba junto a él apreciando la costa este.


El sudor ya caía desde temprano,
iniciando la época de verano,
a punto de zarpar en barco,
asegurando el equipaje de tantos.



Palmas de cocos,
y palmas de mujeres,
ambas despidiendo,
meciéndose alegres.



Y al perder de vista la costa,
adentramos nuestros seres,
a una aventura misteriosa,
acompañados de viejos mercaderes.



A popa y proa,
capitán y maestre,
en estribor y babor,
los oficiales de puente.



Un viejo sonriente,
a novatos relataba
sobre viajes de ayeres,
sobre aguas nunca bogadas.



Dejando una estela espumosa,
navegábamos hacia Asia,
Bajo el fulgor del sol,
Bajo la luna con gracia.



Seis días y siete noches,
de internarse en el océano,
con rayos feroces,
el sol ya no era sereno.



Se destilaba un sudor inmenso,
gota por gota caía,
desdicha del calor intenso,
tres tripulantes ya morían.



Sed voraz palpaba,
deshidratando hombres y mujeres,
quemaduras de sol recalcaban,
sobre la piel y el acero caliente.



Vientos del norte,
vientos del sur,
remolineando con azotes,
desgarrando las velas de los postes.



Siete nubes y siete estruendos,
relampagueando siete sirenas aparecieron,
con cantos y murmuros de sueño,
los marinos sobre madera desfallecieron.



Solo uno quedo inquebrantado,
con furia y asombro frunciendo el ceño,
lanzaron una moneda de oro,
con suerte de muerte el capitán cayó en el juego.



Siete veces siete por marino,
los días ya están escritos,
en su hombro izquierdo convino,
dejar la huella de su destino.



Escaso de agua pura y limpia,
sin comida flaqueaban cada día,
despertando un brutal apetito,
la locura ya no dormía.



Dos veces siete transcurrieron,
más cerca que lejos,
un delfín terminó siendo,
presa de los filosos anzuelos.



Cortando por en medio,
un hedor fétido se presenció,
infesto de pulpa verdosa, 
la muerte lo envió. 


 
Tres veces siete amaneció,

la carne humana jugosa, 

para aquellos cuyos ojos convenció,

y al devorarla incitó. 


Cuarenta y nueve prevalecieron,
tras la malicia se reunieron,
clamando por un fin a la maldición,
y liberar sus almas de dicha condenación.


La noche  de luna llena cayó,
cinco veces siete dejados atrás,
una tormenta se avecinó,
relámpagos prevenían de lo que era capaz.


Una lluvia de luces cegadoras,
dominó los cielos carbonizados,
siendo tres séptimos mas cuatro arrastrados,
hacia las profundidades maliciosas. 


Veinticuatro restantes aun suspiraban,
tiesos hasta los tuétanos y pensamientos,
ya nada saldría peor, pensaban,
flotando sobre tablas los cielos miraban.


Las aguas rojas los rodeaban,
el capitán en remordimiento vagaba,
sin salida y sin escape estaban,
sin nada más que perder, ahora rogaban.


Un viento favorable del este,
las nubes grisáceas dispersaba,
volviendo en sí capitán y teniente,
la claridad se dilucidaba. 


Un navío perdido cerca vio,
a veinticuatro marinos flotando,
una escalera por la popa echó,
diecisiete marinos temieron a la perdición.


De siete de ellos se sabe,
cinco muertos en accidentes,
otro no regresó a los puertos,
y el ultimo esta aquí presente.


Siete veces siete fue la maldición,
siete veces siete por tripulante,
siete veces siete el número de la perdición,
siete veces siete,
Las sirenas danzan la danza de la muerte.