Se acercaba
hacia mí con una lentitud abrumante; un preliminar a lo que inevitablemente
sucediese, en cualquier momento, sin previo aviso. Frente a frente, únicamente
separados por una fina línea imaginaria, sin siquiera parpadear empezó a
inhalar y exhalar cada vez más profundo. Mi pulso rozaba el límite de lo
mortal, mi corazón golpeaba mi pecho fuertemente como queriendo escapar; las
piernas y brazos se sentían débiles, sin poder moverlas como si mi fuerza hubiese
sido drenada por medio del sudor que empezaba a gotear de los cabellos y
pestañas.
En el último exhalo de la criatura, siendo este el más profundo de todos,
expulsó una niebla que con la mezquina luz de la luna se vislumbraba de tono
verde mohoso. Al no parar la exhalación, la criatura iba desfigurándose haciéndose
uno mismo con la neblina. Se sentía densa, penetrante y pestilente.
La criatura había perdido su forma inundando la habitación de esta podredumbre
incierta. Al moverme para salir de ahí sentía una espeses que impedía moverme
con libertad. Al tocar el piso con el pie noté un musgo que se había formado,
algo pegajoso y espumoso. Al tocar el pomo de la puerta y girándolo con un
esfuerzo mayor, logré salir del cuarto. El resto de la casa parecía seguir
normal, a excepción de la escasez de luz y las notas que seguían fluyendo
trayendo escalofríos que recorrían mi espina de arriba a abajo y de abajo a
arriba. Salí de mi casa.
Desde afuera, se veía como cualquier otra casa, con las luces en orden y sin
marca alguna de algo manifiesto en ella. Corrí impetuosamente, sin detenerme ni
volteando hacia atrás. Entré en una calle, salí por un bulevar, me interné por
un callejón y emergí por otra calle; ya estaba muy lejos de casa, tras haber
corrido unos diez o quince minutos. Quizá fueron menos, o quizá más, el tiempo
era algo de lo que había olvidado su concepto.
Intenté despejar mi mente y tranquilizarme. Al caminar más tranquilo me
encontré con una cantina cerca del centro de la ciudad. Entré en ella.
Luces bajas, algo de música sonando en las bocinas de las paredes, muchos
envases de cerveza chocando en motivo de un brindis. Pedí un trago al
cantinero, bebí y pedí uno más que también bebí con tal desesperación. El
cantinero, con botella en mano y recargándose en la barra preguntó el motivo de
mi angustia.
-Si se lo dijera no me creería.- Le respondí.
-Si le dijera todas las historias que he vivido, usted no me creería.- Dijo el
cantinero.
Bajé la mirada a su chalequillo, en la etiqueta se leía “Verdugo”.
-Señor Verdugo.- Antes de continuar con mis palabras, subí la mirada de vuelta,
un poco más de la cuenta alcanzando a ver en el borde de la estantería de
botellas detrás del señor Verdugo en la parte superior. Un escabroso
sentimiento me poseyó incapacitándome de todos mis sentidos. Un cierzo entro
por la puerta y las ventanas agitando todo a su paso. La piel del señor Verdugo
de despegaba de sus articulaciones; sus cabellos volaban con la ventisca, y sus
cartílagos se mesclaban con sus huesos pintándolos con la sangre roja que
coagulaba apenas tocaba una superficie.
Un breve temblor hizo sonar las botellas y las copas, sin caer ni una sola. Lo
único que cayó fue aquello que estaba en el borde del tope de aquella
estantería detrás del señor Verdugo. Una cajita plana cayó frente a mí, sobre
la barra, con dos palabras inentendibles. De colores entre mesclados, festival
de tonos impronunciables, y dos simios deformes y de ojos minúsculos
contrastados por un hocico descomunal, ambos colgados de unas lianas verduzcas
amarillentas y desgastadas. Ambos también con cortes en la piel, piel que era
de colores desconocidos, indescriptibles.
Por las pequeñas aberturas empezó a diluirse dentro del lugar una espesa
neblina de un similar a la de aquella criatura. El señor Verdugo toma la cajita
y de adentro saca el mismo disco grisáceo y lo colocó en un tornamesa que sacó
del otro lado de la barra. Esta vez la melodía empezó justo al roce de la aguja
con el vinilo.
La niebla, tornaba un tono herrumbroso, palideciendo a un amarillento y
regresando por el verdusco mohoso, repitiendo una y otra vez este cambio. Más
temprano que tarde la cantina estaba infestada. Aquellas que eran personas,
ahora eran huesos sosteniendo una botella o una copa. El piso y las paredes,
las esquinas y las cavidades en las paredes, todas cubiertas de musgo.
En el momento que correría hacia la salida, el cantinero me puso sus gélidas
manos de huesos en mis muñecas privándome de mi libertad. Al retornar mi mirada
a él, era la misma criatura de pieles coloradas y ojos blanquecinos con ese
leve gris en el medio mirando fijamente con una sonrisa de oreja a oreja.
Una oscuridad pura y meticulosa se iba formando desde las esquinas, cubriendo
de afuera para adentro en dirección mía al compás de la música mientras esta se
iba haciendo aguda; lo último que vi fue mi nariz antes de desaparecer en la
oscuridad.
Hombre de paquetería “Traslados y Envíos” toca la puerta de una casa recién
adquirida por un novelista famoso que recién había llegado a la ciudad, para
empezar un nuevo libro. Abre la puerta y el hombre de la paquetería le entrega
un sobre cuadrado y grande; el novelista firma el formulario de recibido y
cierra la puerta tras de sí. Dejó el sobre sobre la mesa. Regresó un minuto más
tarde con navaja en mano y abrió el sobre. Saco una funda de un elepé, de tonos
extraordinarios, revueltos unos con otros creando unas mezclas impronunciables
y letras plasmadas color óxido. El novelista, llevado de la mano de la curiosidad, buscaría un tornamesa ese
mismo fin de semana.