-Por fin, último día aquí- susurró para sí mismo John al
cerrar la puerta de la casa recién vendida. Su esposa e hijo se habían
adelantado a un condado en Oregon días antes, siendo que solo él permanecería
unos cuantos días más para cerrar la venta de su vieja casa y terminar algunos trámites
de la empresa responsable de este cambio de residencia de la familia Bach.
John trabajaba en el departamento financiero de una empresa multinacional,
empresa que colaboraría con una internacional y para ello lo destinaron a
cubrir el puesto de consejero financiero en las nuevas oficinas recién instaladas.
Cuando John le dio la noticia a su esposa Kathy, esta celebró haciendo una
magnifica cena para esa noche abriendo una botella de champagne comprada para
la ocasión. El puesto prometía un salario inigualable e inmejorable. Un par de días
después, en fin de semana, John y Kathy viajaron con su hijo para buscar una casa
en su nuevo confort urbano, compraron una hermosa casa que pagarían con la
venta de la vieja casa y un par de años de trabajo.
Era una bellísima casa con patio frontal y trasero, ambos cubiertos de un
césped verdoso reluciente y fresco. Dos pisos, la planta baja albergando la
cocina, el comedor, la sala, un cuarto de entretenimiento, un baño y un cuarto
de huéspedes. Junto a este último, se situaban las escaleras arropadas con una
alfombra de un rojo vino que conducían directo a la planta alta, la cual resguardaba
la habitación principal con vista al frente, con unas cortinas sedosas y cama king size, un ropero fachado a la
antigua con puertas de madera dándole un toque muy rústico, un tocador con un
espejo encima cuyo marco estaba tallado en roble, pintándole un estilo muy refinado.
También se ampliaba más a un baño tapizado con azulejos color perla, una bañera
con tina de hidromasaje y manguera extensible para un aseo más cómodo, un
lavabo y excusado de lo más costoso como teniendo una etiqueta invisible con el
signo de dólar y cuatro cifras siguiéndole. Frente a la pieza principal estaba
la otra más pequeña, pensada para el pequeño de siete años. Esta tenía su
propio baño compuesto por un lavabo y un escusado con la misma etiqueta
invisible con el signo de dólar, pero, ahora seguido por tres cifras, similar
al de la planta baja. Y, por último, al fondo del pasillo estaba otro baño
completo, incluida la bañera con tina de hidromasaje y manguera extensible,
haciendo juego a un lavabo y escusado similar al del baño de la recamara
principal. Todo con la única diferencia del tapizado de azulejos color
esmeralda.
Un detalle final, como siendo el postre del festín, era una pequeña cuerda,
amarrada del extremo inferior a una especia de arracada, al ser jalada develaba
una escalera desplegable del techo dirigiendo al transeúnte al desván. El
primero en subir fue el niño en un impulso por descubrir lo que pudiese
atesorar lo que para él era un misterioso lugar. Seguido por John, encontraron
que el lugar estaba impecable, ni una motita de polvo surcaba la superficie
brillante. De un lado estaba un estante espacioso, al lado una mesita con una
silla y una lampara.
-Y hágase la luz- Dijo John en un tono de voz milagroso cuando la encendió
complacientemente conectando el enchufe.
Por fuera, la casa había sido pintada de blanco con las tejas y marcos
ventanales verdes. El patio trasero constaba únicamente de pasto y un árbol limonero,
al cual John ya había previsto asignarle parte de su tiempo para hacer frescas
limonadas en temporada de verano.
Los Bach pasaron ahí el sábado y parte del domingo amueblando su nuevo hogar.
Por la noche del domingo regresaron a su antigua casa para terminar de empacar
lo restante y poder mudarse definitivamente.
Siendo el miércoles, ya terminado casi todo, Kathy y el pequeño tomaron un
vuelo y un taxi para residir permanentes en su casa recién por estrenar. El
cliente de la vieja casa firmaría el viernes el contrato de compraventa con
John por la mañana. Al firmar el cliente se retiró dejándolo a él solo para
despedirse de las paredes que parecían traerle viejos recuerdos. Comenzando con
el primer día al entregar un cheque por veinticinco mil dólares de enganche al
obeso vendedor de bienes raíces, hasta el día en que invadió con fuego la
cocina al intentar preparar la cena célebre del aniversario con su mujer.
Pasando por el nacimiento del pequeño Rod, reviviendo la pintura verde
chorreando el suelo al pintar las paredes de la habitación del niño, plantando
una cuna con dos estantes abastecidos de cualquier utilería que serviría para
el cuidado de su hijo.
Habiéndose graduado de la universidad de Tennessee a los 21 años en la carrera
de negocios internacionales, un afamado profesor, con quien había estrechado
una fuerte amistad, lo recomendó encarecidamente a una empresa, la cual le
daría el empleo de su vida. Al cumplir los veinticuatro años se casó con Kathy,
después de cuatro años de noviazgo. Un año después estaría dando el enganche
para su casa. Y un año después estaría esperando un hijo. Los recuerdos lúcidos
lo invadían.
Al dejar la llave bajo el tapete de “Bienvenidos”, cogió su maletín negro y
abordó un taxi que lo estaba esperando para llevarlo a la agencia de coches.
Ese día compro un Toyota Corolla color azul para llevarlo a su ya antes
visitado destino. Al guardar los papeles del automóvil en su maletín, descubrió
una nota para recoger un libro que había encargado en la librería local. Al ver
la nota se puso en marcha y se dirigió a un cajero automático para llevar algo
de efectivo consigo. Sacó cinco mil dólares y los guardo en el maletín.
Aparcó casi a la entrada de la plaza donde un libro le esperaba en un estante
con el letrero “Pedidos Especiales”. Al bajarse cargó el maletín pensando que
alguien, al ver el maletín de cuero negro con una hebilla de plata en el centro
asegurándolo, podría romper un cristal y llevárselo, tomando así cinco mil dólares
en efectivo, los papeles de su nuevo auto, los de su nueva casa en Oregon y
algunos otros de gran importancia. Sacó
la nota, verificó que el libro fuera el correcto y se retiró de la librería.
Caminando por los pasillos de la plaza, decidido a pagar el ticket del
estacionamiento, empezaron a llegarle recuerdos nuevamente, esta vez de su
etapa en la escuela secundaria cuando escapaba con sus amigos a vagar por esos
pasillos en busca de churros rellenos de chocolate o cajeta, o de unas crepas
bañadas en crema batida. Distraído en los hilos de sus recuerdos, atrapándolo en
una telaraña de añoranzas, vio unas escaleras anchas que se alzaban a un
segundo piso de la plaza. Cubiertas de un rojo con negro opaco, reflejaban
levemente unas luces de varios colores. Envuelto en la curiosidad se asomó por
encima de las escaleras para toparse con una máquina de arcade que haría brotar
un esplendor en sus pupilas como ninguna otra luz. El título “In The Hunt” en la pantalla, lo devolvió
a su adolescencia frente a un cutre televisor y una PlayStation en la sala de estar de la casa de su madre. Al ver esto
no pudo evitar subir peldaño a peldaño inducido a un deseo de revivir una etapa
que le había llenado de alegría y enojo años atrás.
Al pisar el último escalón vislumbró un colorido y fulgoroso letrero curveo de
siete letras: “JOYLAND”, es lo que se
leía. A la derecha se encontraba la caja en donde compró un par de fichas para
poder echar a andar el juego que tanto quería volver a disfrutar. Se situó
frente a la arcade y con palanca en mano echo ambas fichas por la rendija
inferior, dejando el maletín recargado a un costado de esta. La música comenzó
a sonar y la introducción del juego le causo una alegría enorme.
Los primeros minutos lo pasó con gran entusiasmo, aunque de forma torpe
mientras acostumbraba sus manos a esta máquina. Perdió rápido, cuando estaba a
punto de dominar los controles. Desembolsó un dólar y compró dos pares de
fichas más, asegurando que esta vez no podía perder.
Al cabo de unos minutos había gastado ya tres de las fichas cuando estaba a
punto de terminar el primer nivel. Más tarde que temprano llegaba casi al final
del segundo nivel cuando sus fichas escasearon, y como si fuese a acabar su
vida en diez segundos que duraba la cuenta regresiva, compró todo un paquete de
fichas sin siquiera prestar atención al costo de estas. Tres fichas después y
pasó al siguiente nivel. Este se ponía cada vez más complicado, la dificultad
era mayor de lo que él recordaba, al cabo del nivel cuatro había desembolsado
más de doscientos dólares. Al darse cuenta del derroche, se giró impulsivamente
hacía la ventanilla en donde la misma mujer que vendía las fichas seguía ahí, inmóvil.
Un letrero blanco con letras negras ponía: “Fichas
1 x $5”. Preguntó a la cajera si eso era una broma de mal gusto, a lo cual
ella respondió negativamente, mostrándole todo lo que había gastado en esas
fichas.
-Pero si costaban menos de un dólar- Pensó -Esto es una estafa, termino el
cuarto nivel y me largo de aquí- Compró dos fichas más, seguro de sí mismo para
terminarlo con solo dos de estas.
Al retornar a la maquina se encontró con que el cronometro se había detenido en
uno y un conserje a un lado.
-Le he detenido el cronómetro, espero no le moleste- Dijo el conserje subiéndose
los anteojos enormes con el índice.
-Gracias, se hubiera acabado el tiempo– Le respondió John.
-Así es, y nadie quiere que se le acabe su tiempo- Añadió el conserje.
John se mantuvo en silencio, se acercó a la máquina listo para terminar y
largarse de ahí.
-Le propongo algo- Interrumpió el otro sujeto sosteniéndose con ambas manos en
la escoba que traía -Si usted gana este nivel le proporcionaré una gran
cantidad de fichas cargadas a mi cuenta para que concluya el juego completo-.
John volteó con un gesto de extrañeza hacia aquel hombre y quedándosele viendo
dijo -¿Por qué haría usted eso?-
-¿Por qué, pregunta usted?, fácil. Primero porque me gustaría ver a alguien
terminarse este juego, y segundo porque soy el dueño y puedo hacer aquí lo que
mejor me parezca-.
-¿Y si no?- replicó John.
-Su maletín es muy bonito, me quedo con él y todo lo que contenga-. Dijo el
sujeto.
Sabía que era una locura intentar la hazaña, por otro lado, ya había agarrado
practica y maña en el juego y sabía que podía. Sin embargo, tenía mucho que
perder y no mucho que ganar. El aparente dueño del local musito una sonrisa con
un cigarrillo en la boca lanzando suspiros humeantes por la nariz. Sin pensárselo
mucho, John negó la oferta y pensaba en retirarse cuando el hombre le dijo…
-Sé que es un juego valioso sentimentalmente para ti, además no querrás irte
aún, tenemos muchas otras arcades para tu disfrute-.
Se le erizó la piel y como si fuera atraído por una fuerza superior se devolvió
dando la espalda a la entrada. Negándosele la salida, no tenía más remedio que
echar los dados a la suerte y a la firmeza de poder terminar ese nivel.
Al echar la primera moneda sintió un frío en la máquina. A los veinte segundos perdió
y miró detenidamente la última moneda. No era una moneda como las otras, esta
era opaca, no brillaba ni tenía ese color dorado que relucía. No, esta
simplemente se veía vieja y enmohecida. Casi sin esperanzas, pero con un ímpetu
descomunal insertó la moneda y doscientos cuarenta segundos después, con las
palmas de las manos sudadas, la frente escurriendo levemente y una quemadura
por fricción al mover la palanca en la mano izquierda, terminó el nivel.
Al momento decidió que abandonaría el lugar, no obstante, el hombre lo
congratuló con lo prometido. Le ofreció ciento ochenta y cinco fichas para
concluir el juego. John negó el llevarse las monedas, pero el conserje, y dueño
del lugar, insistió. Para evitar cualquier otro desacuerdo y largarse lo más
pronto posible, tomó el saco con las monedas y descendió. El hombre, por
detrás, meneaba la mano en un gesto de despedida -Espero haya disfrutado su
estancia en JOYLAND, vuelva pronto-
Dijo despidiéndose de John.
-Más pronto de lo que crees- Susurró el hombre en lo alto con esa misma sonrisa
de antes.
Sacó las llaves del Corolla y se alejó de ahí, no sin antes haber tirado el
saco de monedas en un contenedor de basura en el estacionamiento.
Pasó todo el camino calmándose y poniendo en orden su cabeza; se preparaba
mentalmente para olvidar lo ocurrido y no perturbarse a él mismo, ni a su
esposa. Varias horas después, de camino, llegó a la ciudad en Oregon y cenó con
su familia, celebrando nuevamente la bendición de la nueva casa y el nuevo
empleo. Para un par de meses después, John habría olvidado todo gracias a las
cargas laborales y familiares, complementando con la recién noticia del
embarazo de Kathy, de no ser por haber recibido una caja en su oficina. El repartidor
de correos se postró con una caja de unos treinta por treinta y treinta de alto
cubierta de papel verde. John firmó y al retirarse el repartidor, abrió la caja
desenfundando el papel y abriéndola por arriba. Al ir desplegando las
coberturas, cautelosamente distinguió un saco verde con un nudo dorado y al
sacudirlo levemente se escuchaba redondos metales ligeros golpeando unos con
otros creando un sentimiento desfibrilador en las palpitaciones de John, inyectándole
adrenalina en las arterias, paralizando sus músculos y tendones, sus cartílagos
y nervios.