HEDORES FÉTIDOS
Sus ojos
blancuzcos presentes ante mí en la profunda y muda oscuridad. Nada más. Nada
más que esas imitaciones de bolas de billar con un pequeño gris en el medio.
Solo eso acompañado de una respiración espesa y fétida.
El timbrar de la alarma matutina, cuando el reloj marcaba las cinco cuarenta y
cinco, interrumpió mi dormir para hacerme calentar el agua y entrar a una ducha
que me despabilaría. Continuando con un emparedado de huevo y jugo de arándanos.
Llegué a la parada del bus y terminé temprano con mis pendientes por lo cual
llamé a un viejo amigo para quedar en un restaurante y pasar la tarde charlando.
Al salir del restaurante, el atardecer, en el horizonte, cedía su lugar la luna
nueva. Nos despedimos tomando caminos
separados y llamé un taxi que me tomó a la puerta de mi casa.
Vestí algo más cómodo y extendí las
sabanas sobre la cama, pero no me acosté en ese momento. Una sensación que me
incitaba a ir al recibidor se adentró a mí con una locura sutil. En medio de
una discusión entre la somnolencia y esa sensación, que me obligaba de algún
modo a estar de pie, inició y terminó barriéndome por el corredor, pasando por
el comedor, deteniéndome frente a un estéreo que pertenecía a mi abuelo.
Debajo, en una compuerta, se alineaban elepés de algunos artistas que conocía y
otros que me negaba a escuchar por la impresión de sus raras portadas,
prediciendo que la música no sería de mi gusto.
Esa noche un disco tomó mi atención en sus irreconocibles letras plasmadas
color óxido. Esa misma sensación me llevó a tomarlo entre mis dedos y prestarle
una minuciosa atención a la cubierta de tonos extraordinarios, revueltos unos
con otros creando unas mezclas impronunciables. A los dos minutos me di por
vencido al tratar de entender lo que decía y pasé a voltearlo. En el reverso
había sólo una frase corta, a mi imaginar eran sólo dos palabras, palabras que
quizá quieren decir algo más que sólo dos palabras; probablemente se trataba de
una oración compleja que sólo el autor comprendería. A los costados se
balanceaban dos animales de lo que pretendía ser una soga gruesa y maltratada,
verduzca amarillenta. Eran un tipo de simios deformes y de ojos minúsculos
contrastados por un hocico descomunal. Un descolorido en sus cuerpos era interrumpido
con pequeñas cortadas en sus pieles. Todo lo demás parecía un derrame de
pinturas en una piscina, confundiéndose unas con otras, entremezclándose,
creando nuevos colores y haciendo desaparecer muchos otros.
Una tentación llegó a mí de colocarlo en el tornamesa que se postraba sobre el
no tan moderno estéreo. Saqué un sobre de papel de dentro de la funda. Un sobre
blanco con un punto en el medio de color
negro y del otro lado era negro con un punto del mismo tamaño que el otro,
diferenciado por su blancura. Abrí el sobre y el enorme disco de vinilo era de
color gris, diferente a los convencionales negros. No tenía letra alguna
legible escrita, sino el mismo texto que la funda.
Lo coloqué cuidadosamente en el tornamesa encendiendo esta misma. Bajé la aguja
y rozando el elepé se reprodujo un silencio perfecto. No se escuchaba nada más
allá. El sonido externo había callado.
Me senté en el sofá que estaba frente al estéreo y puse detenida atención
esperando una primera nota musical. Pasó un minuto y el silencio reinaba la
casa. Aburrido de la espera me levanté por un vaso de agua para calmar la sed
que se veía venir. Cogí un vaso y lo posé bajo la llave, al abrir no salió nada
lo cual me extrañó así que viré la otra manecilla pero, de igual modo que su
compañera, no expulsó agua alguna. Ignoré eso como una mala suerte y abrí el
refrigerador esperando sacar una cerveza helada, pero estaba apagado. Debía
estar desconectado, pensé, sin embargo el enchufe me contradijo al mirar que,
en efecto, estaba conectado y debía funcionar. Un poco molesto y perdido,
tratando de comprender la situación, traté echar a andar el microondas pero,
tal como el refrigerador, estaba conectado pero no encendido.
No busqué lógica alguna que la ciencia pudiera explicar y me adentre a
pensamientos relacionados con algo fuera de mi alcance.
Retorné al sillón y me detuve frente a éste. Se inició una turbia melodía que
aumentaba poco a poco. Era una bella melodía que a la vez calaba los nervios
espinales con cada nota dejando una huella de un vacío solemne. El desconocido
compositor era talentoso, hacía sonar el violín de una manera dichosa y
elegante, descomunal y cautivante. Por unos minutos olvidé todo: el fallo con
el microondas y el refrigerador, e inclusive la sensación que anteriormente me
había traído hasta aquí privándome del sueño.
De un salto busque con la mirada el reloj, marcaba las dos veintisiete de la madrugada. Había perdido la noción del
tiempo creyendo que sólo habían transcurrido unos cuantos minutos, con el elepé
aun girando reproduciendo la misma melodía repitiéndose una, y otra, y otra
vez.
Un pavoroso sentimiento de horror intenso me invadió incapacitándome de actuar
rápido, y de inmediato sentí la necesidad de quitar el disco de la tornamesa.
No obstante apenas lo había pensado y las luces fulminaron agresivamente.
La melodía se iba haciendo más aguda, el mismo ritmo pero más agudo. Un ambiente
denso dificultaba la respiración haciendo a esta más pesada y sofocante. Hasta
que mi vista se acostumbró a la penumbrosa oscuridad, pude moverme hasta la
tornamesa. Pero bruscamente cayeron los demás elepés a mis pies y del susto
corrí directo a mi habitación golpeándome un par de veces hasta encontrarla.
Me metí y cerré la puerta, el sonido musical era leve pero tétrico. Me acongojé
en la orilla de la cama tapando la puerta y desviando pensamientos de mi
cabeza. Levanté la mirada tras un hedor nauseabundo que parecía provenir de la
ventana, volteé hacía ese punto y ahí estaba.
Ahí estaba. Sus ojos blancuzcos presentes ante
mí en la profunda y muda oscuridad. Nada más. Nada más que esas imitaciones de
bolas de billar con un pequeño gris en el medio. Solo eso acompañado de una
respiración espesa y fétida. Mirándome entre escabrosas notas de una melodía de
violín bellamente hórrida.