jueves, 6 de julio de 2017

DENTRO LA BRUMA

DENTRO LA BRUMA

Esa melodía, esa maldita melodía que sigue sonando en mi cabeza. Me he despertado a las cinco de la mañana y aún no ha amanecido del todo. Por la ventana se distingue una luz muy pálida y frágil. Los perros del barrio han comenzado a ladrar. Todos lo hacen. El sonido del ventilador es constante, y fluido. El sonido de las aspas de acero fino cortando el aire a Dios va a saber cuántas revoluciones por minuto.

Mi mirada está clavada en el techo, he despertado boca arriba… y con una melodía en mi cabeza. Es una melodía triste y oscura que va muy lento. Primero una nota, luego tres. Y luego pocas más. Se repite una y otra vez en una lúgubre atmósfera oscura. Intenté mover el brazo por un momento, pero no pude. Mi cuerpo parecía ser muy pesado, como si estuviera retenido por una gravedad cinco veces mayor.

La luz de la lámpara en el escritorio era la única luz que me alumbraba lo suficiente para ver que no había nada extraño a mi alrededor. No obstante, una presión en el pecho sofocaba mi respiración. Eso, y la sequedad que arañaba mi garganta en una sed que no perdona ni discrimina.

Recién había despertado de un sueño de mi niñez. Muchos lugares que visité hace tiempo, se habían consumido unos segundos atrás. La somnolencia tendía la mano para volver al sueño, pero la melodía, esa insufrible melodía, me seguía inundando.

Esforcé mi cuerpo al punto que dolía como tal niño que le duelen los huesos en la etapa de desarrollo. Al salir de la habitación encendí la luz de la cocina, y casi por instinto, como un reflejo natural, fui al baño e hice mis necesidades. Una especie de espesor en el ambiente me rodeaba… No, no me rodeaba solo a mí. Estaba en toda la casa, incluso más allá. Una especie de tensión en el aire que subyuga al razonamiento lógico y desafía tus creencias.

Bebí un vaso de refresco y la aspereza desapareció. Cerré la puerta tras de mí y me senté al borde de la cama. Aún con la amenazante bruma invisible. De repente escuché un agradecimiento de por fuera. Un “
gracias” se escuchó desde la entrada de mi habitación, del otro lado de la puerta. Mi sangre parecía haberse congelado. La colcha de la cama estaba siendo presa de una mortal contracción en mis músculos. Atreví la mirada a la puerta, pero lo que fuese que dijo eso, ya se había marchado. O quizá solo se desmaterializó. 

¿Por qué
gracias?, ¿Qué tenía que agradecerme, y qué o quién se tomó la molestia de hacerlo?

Los perros bullían entre ladridos allá afuera, en la turbidez de neblina que inundaba la ciudad. Ahora eran las 5 y treinta y cinco. Todo fue lento. Espeso como el aceite, o como un jarabe expectorante. Una espeses indefinible e inmutable. Removí los cabellos de la frente, pegados en un sudor gomoso y frío. No amanecía. Y por el aspecto de la delicada y escaza luz que se filtraba por la ventana, pretendía no hacerlo pronto.

La bruma inodora e incolora hacía ceder a mi cuerpo cada vez más. Parecía un cáncer que te consume poco a poco sin posibilidad de cura. Únicamente podía alivianarlo, aquí en la maquina de escribir, antes que cediera por completo. Intentado hacerlo lo más breve posible, pues no sé cuantos minutos más sobren. Y la maldita melodía, esa melodía, sigue sonando una y otra, y una y otra vez en mi cabeza cada vez más lento. Como una caja musical a punto de que se acabe la cuerda.