Hoy fue el
último día, cerrando las últimas cajas y dejándolas en almacén. Ya una semana atrás
había comenzado.
Comencé a concurrir la cafetería de la librería más cercana por las tardes
saliendo de la escuela para poder leer a gusto y con un frappé de caramelo haciéndole compañía a mí paladar. Había visto un
anuncio hacía un par de meses sobre la feria del libro, y estaba esperando
poder asistir para conseguir alguno que otro buen título; una semana antes de
la feria encontré otro anuncio de esta librería buscando trabajadores para
dicha feria. Un jueves me decidí a ir a probar mi suerte y el viernes entregué
la solicitud, con la promesa de que si faltaba alguien ellos me llamarían.
El lunes a la una de la tarde estaba ya allí, en la explanada de la universidad
cubierta de carpas blancas donde se llevaría a cabo la feria internacional del
libro. La supervisora nos mostró el lugar y nos dio indicaciones de lo que se
haría a partir del día siguiente. Nos retiramos temprano, ya que el trabajo en
sí comenzaría el martes.
Llegado el martes, a las dos de la tarde, ya hacía presencia ahí sacando los
libros de sus cajas acomodándolos en las estanterías. Comencé a aprender más
nombres de editoriales y de uno que otro autor que no conocía hasta el momento.
Fue un día tranquilo y de orden total. Para el miércoles comenzar con la
pre-apertura para estudiantes de la universidad y profesores de tal.
Miércoles. Mi primer puesto fue la puerta: cuidar que nadie tomara un libro y
quisiese pasar de listo, ver quien entraba y quien salía. Un tanto cansado,
teniendo en cuenta que el estar parado no es estar muy a gusto. Como casi todos
los demás días, a la hora de mi descanso bajé a la cafetería universitaria con
un par de sándwiches y comí. Regresando pasé a estar en un estante donde el
atender al cliente y buscar los libros que buscaba era la prioridad. Siempre
con una sonrisa en el rostro.
Jueves, el día en que aborrecí por completo un platillo (Si es que se le puede
llamar platillo). Por no haber llevado sándwiches me vi en la necesidad de
comprar algo en la cafetería, y no se me ocurrió mejor idea que una orden de
sushi. Está demás decir lo seco y mal que sabía, por desgracia no podía
permitirme el comprar algo más. Siendo las seis o siete llegó un hombre alto,
canoso, de barbilla y bigote con un sombrero, elegantemente vestido. Cubiertos
sus ojos por unas gafas de sol y sosteniéndose con un bastón en su mano derecha
se acercaba a donde estaba yo ubicado. Pregunté si necesitaba ayuda y en su
respuesta noté el tono de un inglés nativo, procedí a atenderlo en inglés. Tras
intercambiar unas palabras empecé a buscar el clásico literario “Don Quijote de
la Mancha” en su versión en inglés. Preguntando aquí y allá, buscando arriba, debajo
y entremedio de otros libros no lo pude hallar. El amable hombre dejó su número
personal en caso que lo encontráramos.
Viernes, un día de infantes. Las escuelas primarias, secundarias y
preparatorias habíanse enterado de ésta
feria y, claro, acudieron con sus alumnos en varios grupos. El problema no
estuvo allí, sino en el desorden descomunal de los pequeños primarienses al
querer ver libros aquí y allá, agarrando todo a su paso y llevando libros fuera
de los limites, poniendo a algunos encargados con nervios de que,
inconscientemente, algún niño se llevara libros sin haber pagado por ellos.
Afortunadamente ningún libro se perdió, no obstante se tenía que reordenar un
tanto. Para este punto ya conocía más de muchos libros y sus reseñas,
editoriales y su distribución. Que editorial promovía a que autor o que género.
Sábado y domingo, la falange de clientes. Abastecido hasta el tope, llenando los
pasillos sin dar opción a nadie de moverse a gusto. Unos cien mil pasos
debieron ser dados en el pasillo de la librería esos días. Habiéndome topado días
anteriores con un par de maestros, este día no fue la excepción encontrándome con
un antiguo maestro de Japonés, un par de compañeros y uno que otro conocido.
Atendiendo una muchedumbre, fue un día muy bueno y para nada aburrido. Para el
domingo ya me sabía la mayoría de los títulos y su ubicación. De igual manera
me encargué de estar en una de mis zonas preferidas: ¡El estante de Stephen
King! ...y otros. Por supuesto que no podía faltar el suspenso y, de la mano de
Lovecraft, King fue el autor que tuve el privilegio y honor de poder instruir a
la gente para que lo leyeran. Teniendo una gráfica con el noventa por ciento de
clientes que se interesaban, después de hablarles de sus libros, se llevaban al
menos uno. Desde ahí me mandaban a todos aquellos que preguntaban sobre un libro
de King o de misterio/suspenso, y de varios otros autores para una recomendación.
Un placer total.
Hasta el momento ya había disfrutado lo suficiente y más que ello. En verdad
que las piernas dolían pero la satisfacción fue superior en creces. Aunque,
como todo lo bueno acarrea con algo negativo, no faltaron cosas y situaciones
en las que desearía uno no encontrarse, como por ejemplo: Los típicos padres
desinteresados por sus crías, dejándolos correr en todo el espacio disponible y
hasta en el que no. Niño, uno especifico, cuyos padres lo perdieron de vista de
momento y solo me decía a mí mismo: “Que se pierda, se caiga en una
alcantarilla y se lo coman las ratas. Que se pierda, se caiga en una
alcantarilla y se lo coman las ratas”. Una y otra vez me lo repetía. Por
desgracia sus padres lo encontraron, no quitando el bochornoso tiempo que me
hizo pasar gritando, empujando, pegándome, y sobre todo gritándole a un aparato
de refrigeración que se instaló para evitar la sudoración y un calor intenso
entre la gente.
Por otro lado, la peor clienta: Eran ya las nueve y cincuenta, aproximadamente,
y el horario terminaba a las diez. Entran dos señoras: la madre y la hija.
Ambas con una apariencia de horrorizarse, a pesar de ello no se me ocurrió mejor
cosa que atenderlas rápidamente. Después de todo tenían cierta pinta de
simpatizar con la gente. Preguntándoles el libro de su interés averigüé que la hija haría un reporte de la segunda
guerra mundial y buscaba algo relacionado con Adolfo y su gobierno. Mostré los
libros más cercanos y, no habiéndole parecido buenos libros a la hija, insistió
en no ser de su interés y pidió algo
diferente. Nos movimos de lugar y mostré un libro del cual advertí que debía
tener mente abierta al leerlo pues venían cosas que a mucha gente parecía
inadecuado y pensamientos de Adolfo que muchos digerían como una farsa. El
arrepentimiento de haberlas atendido entró en mí a cien por hora. Un breve
discurso en tono amenazante salió de ella, la hija, discutiendo del libro y una
supuesta farsa con sus palabras escritas en él. Enfurecido por sus diálogos basados
en ignorancia y descaro puro le dije que dejaba a su criterio su elección, advirtiéndole
nuevamente aquello acerca de tener una mente abierta y aceptar las cosas que
estaban establecidas en el libro más allá del conocimiento de ella.
…Terminó comprando el libro que tanto criticó por falsedad.
No le bastó para dejar un mal sabor de boca en esa noche. Con el reloj marcando
las diez y quince, y tras haber pagado el libro, se dirigió hasta el fondo del
pasillo en donde junto a su madre vieron otros títulos. Desazonado de estas
mujeres increíblemente descaradas me dirigí hacia ellas con un compañero y
afablemente pregunté si buscaban otro libro, a lo que contestaron:
-No, solo estamos viendo.
Les informé que ya era hora de cerrar desde hacía quince minutos. Siendo ellas
las únicas en el pasillo y con las puertas ya a un pelo de rana de estar
cerradas dijo la hija observando alrededor:
-No sabía, no me había dado cuenta.
Se fueron poco después.
Lunes y martes, días tranquilos y los más fáciles. Ya sabía casi todo de memoria, solo preguntaba por aquellos títulos que en verdad se me hacían raros o no había visto. Muchos clientes aún pero sencillo, teniendo el pasillo libre de andar y recomendando libros de Stephen King, Lovecraft, Poe, Murakami, Julio Verne, Hemingway y otros tantos de los cuales la gente pedía recomendación, ya sea para regalar o para sí misma. Al final de ambos días, al igual que los demás, quedaba satisfecho de lo que había aprendido, sea poco o mucho, sobre algún autor, alguna editorial o un género.
Miércoles, último día. Día de empaques. Llegando encontré con el trabajo de los
compañeros matutinos habiéndonos dejado ya todo empacado con nuestra única labor
de transportar aproximadamente 250 cajas de libros de regreso a la librería.
Estando frente a la universidad, y con ayuda de unos muchachos que conducían un
camioncito fue más sencillo, no quitando la ardua labor que nos tocó y el cansancio
que nos dejó el cargar y descargar. Terminando más temprano de lo habitual me
hallo aquí esperando al viernes para adquirir un libro que he apartado, ansioso
por tenerlo en físico después de tanto buscarlo. El Resplandor, del maestro: King.